Dicen que la rutina mata la vida, la del trabajo, la de las amistades, la del amor en el matrimonio. Parece imposible que con un mundo tan lleno de posibilidades, arrinconemos nuestra existencia a un sistema de acciones que se han quedado secas, porque se les va terminando lo que tenían de significativo y ya no las amamos como al principio cuando las tomamos con toda libertad.
Es cierto que es de mucha ayuda en la vida cotidiana, plantearnos diversas rutinas para facilitar el desempeño de otras acciones que nos demandan mayor atención, pero la vida siempre requiere de sorpresas que la llenen de espontaneidad.
Es cierto que es de mucha ayuda en la vida cotidiana, plantearnos diversas rutinas para facilitar el desempeño de otras acciones que nos demandan mayor atención, pero la vida siempre requiere de sorpresas que la llenen de espontaneidad.
Toda la vida es una lección que nos va haciendo sabios, los mismos errores nos van alertando para no equivocarnos en el futuro, nos vamos haciendo a cada paso, vamos construyendo lo que al fin entregaremos a la historia y a Dios en su juicio. Uno de los grandes valores que el Evangelio desde el principio ha proclamado, es la posibilidad de una vida con plena libertad, donde del pasado tengamos lo mejor y del futuro la esperanza, pues Dios es nuestro Padre que no abandona la obra de sus manos.
Cuando el Evangelio de San Mateo pone en labios de Nuestro Señor la siguiente frase: «A cada día le basta su propio afán.» (Mt. 6,34), nos plantea la invitación a caminar en la vida con el peso adecuado para hacerlo digna y alegremente. Nos invita a no preocuparnos del futuro, pues el Padre hace florecer los lirios y da de comer a las aves. Pero también su primera proclamación «Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado.» (Mt. 4, 17), abre al ser humano a dejar el pasado que arrastra, para hacerse “vasijas nuevas” para el “vino nuevo”.
Desde nuestra fe cristiana bien entendida y bien vivida, todos tendríamos mucho espacio en el corazón para la alegría sencilla y para compartir el amor. Sin situaciones nos resueltas del pasado, con la ligereza de saber que el futuro está en las manos del Padre, con los brazos abiertos al necesitado y aceptando que nosotros también necesitamos al hermano.
La fiesta de Cristo Rey del universo, cierra un ciclo litúrgico, como decimos con “broche de oro”, Cristo rey pobre, cercano al que sufre, coronado de espinas y por su obediencia pleno de Gloria y Juez de todos, proclama la gloria venidera que vale cualquier dificultad por conseguirla.
Nuestra vida tiene a Cristo como ejemplo a seguir, a pesar de las dificultades, de lo que nos hace sufrir, nuestro horizonte está con Él. Mientras eso sucede el Evangelio nos quiere felices, aunque lloremos, y si disfrutamos hacerlo como si no lo hiciéramos (Cfr. Mt. 5,5; 1Cor. 7,30) porque somos seres en camino, que no solo esperan un futuro, sino que saben gozar del sendero, pues por eso Dios lo sembró de flores, de amor, de muchas muestras de lo que después tendremos a manos llenas.
La liturgia cristiana nos anima desde la celebración a mirar con esperanza los tiempos nuevos que vamos recibiendo. Los mártires cristianos se llenaban de fortaleza en el sufrimiento al pensar en el bien que les esperaba.
La naturaleza, la historia, los proyectos, nuestra vida se desarrollan a través de etapas; terminamos en el triunfo del Señor un año litúrgico e iniciaremos otro año con la esperanza del Adviento. Es justo darnos tiempo para ver qué etapa estamos viviendo o si ya ha llegado a su final.
El cambiar a una nueva realidad nos da inseguridad y quisiéramos aferrarnos a lo que ya tenemos seguro, por ello sufrimos cuando dejamos el kínder, la primaria, etc. y vienen los nervios de lo que nos espera. Pero la vida es dejar atrás lo que ya no nos toca vivir, el psicoanálisis, con su teoría de la regresión, habla de que en algunos casos el individuo se quiere regresar a una etapa anterior; esto no es considerado como una situación saludable.
Por ello ahora se habla de “cerrar círculos”, para referirse al aprendizaje en la superación de etapas, incluso aquellas que no están tipificadas por los expertos, pero que nosotros sentimos desde dentro que hemos de dejar, como etapas de coraje que nos sirvió para crecer, para defendernos del medio, pero que nos damos cuenta que ahora nos desgasta y ya no la necesitamos, o el estar a la defensiva cuando ya nadie lleva los puños arriba, etc.
¿El final del año litúrgico te recuerda algo que has de abandonar y te sigues resistiendo? Dios nos va dando la mano para levantarnos y avanzar. Algunos signos de la resistencia son: las diversas justificaciones mentales “si, a penas soy un muchacho”, “no estoy preparado”, “aún es mucho para mí”, o signos materiales como esas cajas de recuerdos, o cajas de la última mudanza con años sin abrir, las cuentas no saldadas y más.
Muchas cosas necesitamos finalizar para comenzar lo nuevo, la novedad siempre nueva que el Evangelio nos proclama, con la imagen del Hombre Nuevo, Rey triunfante y justo Juez.
El hecho de dejar correr al río no le quita su belleza, lo más importante de lo que hemos vivido no se va, se queda profundamente en nosotros, es un estrato de nuestra construcción.
Crece y deja crecer, es más has crecer a todo aquel que a ti se acerca, enséñale a ver al frente con esperanza, como lo han visto tantos mexicanos que han empeñado su vida en proyectos de bien, aunque pocos los reconocieran. No vamos solos, vamos juntos como Pueblo de Dios que camina animado por la fuerza del Espíritu Santo, viviendo una vida donde la rutina que mata ha perdido su espacio.
P. Apolinar Torres O.
No hay comentarios:
Publicar un comentario