1. La cruz: acoger sin reservas el plan de Dios
La cruz no es un producto muy cotizado en nuestros días. A inicios
del tercer milenio, lo que más se busca y anhela es el bienestar, el
placer. Y sin embargo, muchas veces nos encontramos con hombres y
mujeres hastiados, incluso heridos, por la vida. Personas que lo han
disfrutado todo, lo han experimentado todo, y sin embargo, son seres
profundamente infelices.
Nos hemos olvidado del signo del cristiano, que es la cruz. La hemos
domesticado. No nos impresiona. Incluso es un adorno para nuestras
casas o nuestro cuerpo. Y precisamente ahí, en ese olvido de la cruz,
está el inicio de nuestro vacío interior.
Cristo enunció claramente la ley de la fecundidad en la vida: “si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo... pero si cae en
el surco, dará mucho fruto”(Jn, 12, 24). Pero la pura idea de pudrirnos
en el surco muchas veces nos causa miedo, desasosiego interior. Somos
hijos de nuestro tiempo... pero también somos hijos de Dios y hermanos
del Crucificado...
Ahora bien, la cruz y la abnegación en nuestra vida no pueden
quedarse en poesía e ideas abstractas. En realidad, seguir a Cristo por
el camino de la cruz significa renunciar al propio proyecto, a menudo
limitado, para acoger el de Dios. Es decir no a nuestra tendencia a lo
más cómodo para acoger la invitación de Cristo a caminar junto a Él con
una vida coherente de cristianos. Es renunciar a la “ley del mínimo
esfuerzo” para vivir más bien según la “ley de la máxima entrega”. Es
aceptar la vocación que Cristo ha querido regalarme y seguirla hasta las
últimas consecuencias, aunque a veces sangre el corazón. Es el camino
de la verdadera libertad. ¿Vivo de verdad en la libertad de los hijos de
Dios? ¿Qué me detiene?
La cruz y la negación de sí mismo es el camino de la conversión
indispensable para la existencia cristiana, y por eso no debemos tenerle
miedo. En la medida en que configuremos nuestra existencia con la de
Cristo, sobre todo por la oración y el ejercicio práctico de las
virtudes, podremos decir como San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino
que es Cristo quien vive en mí.”
2. La cruz: signo del amor hasta el extremo
Cuando Cristo nos regala la cruz, nos obsequia la oportunidad de
amar en plenitud. Pero debemos evitar la trampa de creer que la cruz
está presente en nuestra vida sólo en los grandes momentos de dolor,
como puede ser la muerte de un ser querido, una enfermedad o un fracaso.
La cruz es nuestra inseparable compañera, porque Cristo quiere que
experimentemos su amor constantemente, y que cada día le amemos más y
mejor. Ésta se manifiesta muchas veces en la fidelidad a nuestro deber
cotidiano hecho por amor.
En su última cena, Jesucristo nos dio ejemplo e invitó a amar “hasta
el extremo”. Esta manera de amar quiere decir estar dispuestos a
afrontar esfuerzos y dificultades por Cristo. Significa que debemos
olvidarnos un poco, “desaparecer” un poco nosotros para que Cristo
aparezca.
Naturalmente, ser seguidor de Cristo nunca a sido una tarea fácil.
Amar como Él nos ha amado significa también no temer insultos ni
persecuciones por nuestra vida coherente, por nuestra fidelidad al
Evangelio. La historia de la Iglesia está jalonada por los testimonios
de hombres y mujeres que han sabido amar así. Muchos de ellos son
mártires cuya sangre se ha mezclado con la de Cristo crucificado. Pero
también existen otros mártires, que son los que han despreciado su
honra, su fama, su triunfo personal antes de traicionar a Cristo.
Finalmente, el amor hasta el extremo que es la cruz nos exige estar
dispuestos a amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persigan.
Ahí está, precisamente, el núcleo de nuestro mensaje y el detonador de
la revolución que ha causado la encarnación, muerte y resurrección de
Cristo: la caridad, el perdón, la entrega sin reserva.
¿Acepto yo la cruz en mi vida? ¿La llevo con alegría, como el medio
privilegiado para amar como Cristo me ha amado y ha amado a los hombres?
3. La cruz: garantía de nuestra victoria
Una de las clásicas objeciones a la bondad de Dios, e incluso a su
existencia, es la presencia del sufrimiento en el mundo. Sin embargo,
Cristo ha vencido con su vida y, de modo especial en el misterio
pascual, el sinsentido del dolor. Cristo ha redimido el dolor porque Él
mismo lo ha asumido en su pasión. En Él nuestra debilidad, que
experimentamos sobre todo al sufrir, se convierte en el medio para
nuestro triunfo.
Con relativa frecuencia se nos acusa a los cristianos de ser
masoquistas al poner tanto interés en la cruz. Sin embargo, cuando
penetramos con el corazón en el misterio de la cruz de Cristo, nos damos
cuenta de que en realidad el cristiano no busca el sufrimiento por sí
mismo, sino el amor. El dolor, por el dolor mismo, no tiene ningún
sentido. Pero el amor, si es auténtico, se manifiesta en la entrega. Y
la entrega, no de lo que nos sobra, sino de nosotros mismos casi siempre
es dolorosa.
Es sólo Cristo, con su ejemplo, que nos muestra la fecundidad del
dolor, sobre todo en la renuncia a nosotros mismos. Esta cruz que el
Señor nos ofrece cada día de mil maneras se transforma, cuando la
acogemos, en el signo del amor y del don total. Llevarla en pos de
Cristo, condición indispensable para ser sus discípulos, quiere decir
unirse a Él en el ofrecimiento de la prueba máxima de amor.
Cada quien tiene su cruz, personal e intransferible. Y sigue siendo
válido lo que se dice que Constantino vio en el puente Milvio: “Con este
signo [el de la cruz] vencerás”.
Cuando algo nos cuesta, disfrutamos mucho de sentirnos amados.
Volcamos nuestra pena y dolor en una persona cercana, para que nos ayude
a cargar nuestra cruz. Cuando el sufrimiento toca a nuestra puerta, es
que Cristo quiere que le permitamos descansar un poco, llevando nosotros
aunque sea una astilla de su cruz, una espina de su corona. ¿Podemos
negarle amor al Amor? ¿Nos damos cuenta de que sólo amando,
entregándonos, llevando la cruz de Cristo seremos plenamente humanos y
cristianos?
Jesús mío, que quisiste morir en la Cruz para salvarme a mí y a
todos los hombres, concédeme aceptar por tu amor la cruz del sufrimiento
aquí en la tierra, ayudar a mis hermanos a cargar la suya, de manera
que podamos unirnos más íntimamente a Ti, desaparecer nosotros para que
Tú aparezcas, y gozar en el cielo los frutos de tu redención. Amén.
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