1.
La fe en Dios es
la base de la oración.
Cuando hoy se
nos recomienda tanto y tanto la oración, ¿en qué pensamos y cómo nos imaginamos
que debemos orar? Eso de rezar, ¿se nos dará a todos o estará reservado para
unos pocos? ¿Y cuál será la mejor manera de rezar?...
Si Jesús insiste
tanto en que hagamos oración, tenemos
que decir que es una cosa demasiado importante. Y si es tan necesaria a todos,
por fuerza Dios la ha hecho fácil y al alcance de cualquiera.
2.
La oración no es
un “conjuro”.
El “Conjuro” es
propio de un pensamiento mágico. Consiste en repetir mecánicamente y de forma
rápida oraciones, formulas o rituales, acompañados de gestos manuales como
rociar agua bendita, persignarse varias veces, hacer limpias, frotar imágenes,
echar humo por la boca, etc. El fin del Conjuro es utilizar lo sagrado (a Dios,
la Virgen, los Santos) para beneficio propio, sin ningún compromiso por hacer
la voluntad de Dios, ni mucho menos seguir su ejemplo; más bien pretende
librarse – valga la ironía - de Dios, a quien se le ve como un peligro ante los
pecados cometidos. Algunos Ministros caen, seguramente sin quererlo, en esta
práctica mágica cuando se “echan” de manera mecánica y de forma más que rápida
las oraciones de la Misa.
3.
El ejemplo de
Santa Teresa.
La historia de
la espiritualidad cristiana nos refiere el incidente sucedido a Edith Stein, mejor
conocida como Santa Teresa Benedicta de la Cruz O.C.D., que ocurrió aún antes
de su conversión. Había entrado en la catedral de Frankfurt cuando vio a una
mujer sencilla, que regresaba del mercado, entrar, arrodillarse y rezar.
Según el
testimonio de Edith Stein, la impresión que esta escena causó en ella fue un
momento decisivo en su camino hacia la fe. Una apersona sencilla, se arrodilla
y reza en la catedral. El arrodillarse de esa persona le pareció tan sencillo y
tan sublime a la vez que la condujo al misterio, a la intimidad con el Dios
invisible. No vio en aquella mujer a una rebuscada forma de meditación, ni
mucho menos algo mágico; observó ese remanso de tranquilidad que conduce más
allá, hacia el Otro que lo es todo. Pero sobre todo observó lo inaudito, lo que
ella no lograba comprender en sus meditaciones filosóficas: Que Dios descansa
en el corazón de los sencillos.
4.
La oración nos
conduce a Dios.
Lo que para la
filósofa judía Stein, todavía no creyente, sólo fue una conjetura a la vista de
esta sencilla mujer en oración, pronto se convirtió en certeza: Dios existe, y
en la oración, nos dirigimos a Él. Así mismo, ¡qué impresión no debió causar Jesús
en sus discípulos cuando lo veían rezar en silencio durante horas que le pedían
que los enseñara a orar, o incluso a lo largo de toda una noche! ¿Qué ocurría
en ese lugar remoto, que tanto atraía la atención en silencio hacia el Uno a
quien llamaba Abbá? (cfr. Lc 11,1).
5.
A orar se
aprende.
“Enséñanos a
orar”. Esto expresa el anhelo de entrar en el reino de la silenciosa intimidad,
esa vigilante tendencia hacia la Presencia invisible, pero cierta y eficaz.
Esperan a que Jesús salga de la oración. Sólo entonces se atreven a pedirle, a
suplicarle: “¡Enséñanos a orar!”
¿No es
conmovedor cuando entramos en una iglesia y nos encontramos a alguien rezando
en silencio? ¿No nos despierta acaso el anhelo de orar? ¿No sentimos en nuestro
interior el murmullo de la fuente que nos llama a las aguas vivas? Como
escribía Ignacio de Antioquia-martirizado en año 110: “Hay un agua viva en mí
que murmura y me dice: Ven al Padre” (Ad ROM. 7,2).
El anhelo por
rezar es la atracción del Espíritu en nosotros que nos conduce al Padre. Que
nos dispone totalmente, deshaciendo nuestras resistencias. Por eso la oración
no es un conjuro – el conjuro es en realidad una “defensa” contra Dios -, la
oración, en cambio, es una total disposición y total confianza en Dios;
igualmente un reconocimiento y cooperación con la Santísima Virgen María y nuestros
hermanos, los Santos en la obra de la salvación. Este anhelo o propósito es, de
hecho, ya oración; es la oración del Espíritu de Cristo en nosotros.
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