DÍA DE LOS DIFUNTOS



- Aunque la mayoría de la gente celebra el Día de los Difuntos el 1 de noviembre, el verdadero Día de los Difuntos (el que la Iglesia dedica a ellos) es el 2 de noviembre. Hoy, la Iglesia, sin desconocer el hecho doloroso de la muerte que hoy, en nuestro mundo, se intenta ignorar por todos los medios, proclama, con todas sus fuerzas, la fe en la resurrección.
- Aunque la cultura del mundo en que vivimos intenta desconocer o “maquillar” la muerte, vemos cómo la gente dedica un culto muy grande a los difuntos, y en ese culto invierte grandes sumas de dinero. No sabemos hasta qué punto la gente cree en la otra vida y en la resurrección (parece que la mayoría no cree), pero lo que si aparece claramente es lo que la gente “cuida” a sus difuntos edificando panteones, llevando flores, encendiendo luces, celebrando misas, etc, etc.
- En este asunto, la mayoría de la gente, más que tener en cuenta lo que dice la Biblia y la fe de la Iglesia, se deja llevar de sus sentimientos y de las costumbres, y de lo que se ha hecho toda la vida, actúa movida por la cultura más que por la fe.
- Para contemplar un poco lo que nos dice la fe cristiana sobre la muerte nos vamos a fijar en la vida y muerte de Jesús, sobre todo en lo que dice el Evangelio en Marcos 15,33-39; y Marcos 16,18.
- En este relato del Evangelio vemos cómo Jesús, torturado y crucificado, pasa por las angustias de la muerte, hasta el punto de sentirse abandonado por su Padre. Jesús, que había tenido durante toda su vida una comunicación tan profunda y tierna con el Padre, que había cumplido en todo momento su voluntad, que se sentía siempre escuchado y apoyado por Él, ahora experimenta una soledad terrible, algo así como si el Padre hubiera roto su comunicación con él. Y después de este grito desolador, Jesús sólo encuentra la atención de los soldados que le acercan a la boca una esponja empapada en vinagre. Y momentos después expiró.
- Su grito desesperado y la forma como había muerto no impidió que el centurión exclamara: “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Una humanidad en todo igual a nosotros no impidió que se manifestara su divinidad, sino todo lo contrario.
- Después de su muerte y de su apresurado entierro, pasado el sábado unas mujeres compraron aromas y fueron al sepulcro para ungir su cuerpo, pero vieron con asombro que la piedra del sepulcro estaba corrida y que el sepulcro estaba vacío. Y no sólo eso. Al entrar al sepulcro vieron un joven que les dijo: “no está aquí, ha resucitado. Y ahora decidle a sus discípulos que va delante de ellos a Galilea; allí lo verán”.
- La resurrección es el sello de autenticidad que pone Jesús a toda su vida y su mensaje. Con su resurrección deja claro que todo lo que había dicho era verdad.
- Tal y como lo narran los evangelios, los cristianos de toda la vida han creído que Jesús ha vivido como nosotros, ha muerto y ha resucitado (ha vencido la muerte). Y también han creído que, el que cree en Jesús y se bautiza, se hace cristiano para compartir la vida, muerte y resurrección de Jesús. Nosotros morimos como Jesús, pero también resucitamos como Él.
- Nosotros no separamos nunca la muerte de la resurrección. Para nosotros la muerte es un hecho angustioso y triste como lo fue para Jesús, pero al mismo tiempo es el comienzo de una vida nueva. La muerte es la condición y el paso para la resurrección.
- Por eso, al acercarnos a las tumbas de nuestro seres queridos, hemos de escuchar, lo que el joven dijo a las mujeres cuando fueron al sepulcro de Jesús: “No están aquí han resucitado”.
- Hay otra cosa que hemos de tener en cuenta a la hora de relacionarnos con nuestros difuntos, es eso que decimos en el Credo: “Creo en la comunión de los santos”.
- ¿Qué es eso de la comunión de los santos? Los cristianos aceptamos que todos los que creemos en Jesucristo (y prácticamente toda la humanidad, porque todos han sido salvados por la muerte de Jesús) formamos, no sólo una comunidad y una familia, sino algo así como un cuerpo en el que Cristo es la Cabeza y cada uno somos un miembro o una parte pequeña de ese cuerpo. Todos los cristianos (y todos los miembros de la humanidad), unidos a Jesucristo, somos una “común unión”, en la que tenemos en común (compartimos) la vida y todo lo que somos, hacemos y tenemos. Y esa comunión no se rompe ni por la distancia ni por la muerte.
- Si esta es nuestra fe, quiere decir que con nuestras acciones y con toda nuestra vida, podemos influir en cualquier persona, esté viva o esté muerta; y también nuestros difuntos pueden influir en nosotros.
- Si esta es nuestra fe y si somos coherentes con lo que creemos ¿qué necesitan nuestros difuntos? ¿Flores? ¿Buenos y lujosos panteones? ¿Velas encendidas? ¿Lágrimas? ¿Tristeza? Si miramos las cosas con profundidad (y como son) parece que todo eso aprovecha muy poco a nuestros seres queridos que ya no vemos entre nosotros; aunque si Jesús ha resucitado y nos acompañan, ellos también nos acompañan. Más bien todas esas cosas las hacemos para satisfacción nuestra, o para quedarnos tranquilos.
- En coherencia con nuestra fe y apoyados en la “comunión de los santos”, lo que aprovecha a nuestros seres queridos son nuestras buenas obras, nuestras oraciones y nuestra fe grande en la muerte y resurrección de Jesús. Un resumen y culminación de todo eso es la participación en la Eucaristía, en la damos gracias al Padre por entregar a su Hijo a la muerte por nuestra salvación. En la Eucaristía también hacemos la comunión con Él y con todos los cristianos vivos y muertos (y con todos los seres humanos). Fuera de eso, lo demás que hacemos por nuestros difuntos, más que por ellos es “darnos un homenaje” a nosotros mismos (a veces en competencia con lo que hacen otros), porque nuestros difuntos ya no están en el cementerio, ni necesitan nada de eso, (con todos los respetos a las personas practican todas esas cosas que por ahora son la mayoría).
- Hay otra cosa a tener en cuenta. Si Jesús en su muerte y nuestros difuntos en la suya, lo han entregado todo, Jesús y nuestros seres queridos (y todos los que han muerto en la humanidad) se convierten en un reto para nosotros. La muerte es el momento en el que lo entregamos todo y nos quedamos sin nada. Prácticamente es como la culminación de nuestra vida, si nuestra vida es verdaderamente humana y madura.
- Vivir es ir entregando nuestra vida poco a poco si tenemos una postura activa, consciente y responsable, si lo que hacemos es vivir y no vegetar. Los muertos nos retan a entregar nuestra vida no de forma inconsciente y superficial sino por amor, que es cuando se realiza una verdadera entrega. Los muertos nos ayudan a vivir de verdad. Nuestra futura muerte nos ayuda a vivir con más intensidad, y sobre todo con más amor, cada uno de los momentos de nuestra vida. Así, lo que parece lo más negativo de nuestra existencia, lo más terrible y el fin de todo, se convierte por la fe en lo más positivo, como en el estímulo más grande para dar nuestra vida y para amar.
- Si por algo ha de morir el ser humano no es por casualidad, por enfermedad, por vejez o por accidente, sino por amor. Al ser humano, nada ni nadie le ha de quitar la vida. Es él quien ha de entregarla, y entregarla por amor. Jesús se adelantó a dar su vida antes de que se la quitaran. Por eso no fue Él quien fracasó al morir, sino aquellos que pretendieron quitarlo de en medio, aunque parecía lo contrario. Así también nos tiene que ocurrir a nosotros. Y es de esta forma como, aunque no hayamos muerto todavía, viviremos una vida nueva, viviremos como resucitados, porque el amor es la resurrección. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (Iª Juan 3,13)

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