En la secuencia de la liturgia de la fiesta de Pentecostés, le hablamos al Espíritu Santo y le decimos que es “brisa en un clima de fuego”, en estos momentos de la historia de la humanidad con sus cambios y amenazas a la dignidad de la persona humana, y del actuar de la Iglesia en este siglo, el Espíritu de Dios se hace presente refrescando la vida cristiana, dándole fuera y descanso para seguir cumpliendo con su misión.
El Papa Benedicto XVI en el 2008 les recordaba a los jóvenes esa obra maravillosa de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad “El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).” (Benedicto XVI Mensaje para la JMJ 2008 n. 3). Lo sencillo lo transformó en extraordinario, por su efusión y la Iglesia comenzó a ejecutar su misión ese mismo día.
La fiesta de Pentecostés tiene su origen en una fiesta de los judíos que fue evolucionando. Los judíos la celebraban una fiesta para dar gracias por las cosechas, 50 días después de la pascua. La palabra viene del griego que significa "el quincuagésimo día". Luego, el sentido de la celebración cambió por el dar gracias por la Ley entregada a Moisés.En esta fiesta recordaban el día en que Moisés subió al Monte Sinaí y recibió las tablas de la Ley y le enseñó al pueblo de Israel lo que Dios quería de ellos. Celebraban así, la alianza del Antiguo Testamento que el pueblo estableció con Dios: ellos se comprometieron a vivir según sus mandamientos y Dios se comprometió a estar con ellos siempre.Esta fiesta judía es donde surge nuestra fiesta cristiana de Pentecostés.
La Misión de la Iglesia, en su ser, eficacia y fuerza dependen directamente del Espíritu, por ello en el credo que recitamos todos los domingos al profesar la fe en el Espíritu Santo lo hacemos en la Iglesia por ser inseparables. El Papa Benedicto lo expresa muy bien en el discurso a los jóvenes ya citado, “Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangeliinuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). (Ibid, n.4). Sin el Espíritu los esfuerzos de la Iglesia serían totalmente estériles.
El Espíritu Santo es santificador: Para que el Espíritu Santo logre cumplir con su función, necesitamos entregarnos totalmente a Él y dejarnos conducir dócilmente por sus inspiraciones para que pueda perfeccionarnos y crecer todos los días en la santidad. El Espíritu Santo mora en nosotros: En San Juan 14, 16, encontramos la siguiente frase: “Yo rogaré al Padre y les dará otro abogado que estará con ustedes para siempre”. También, en I Corintios 3. 16 dice: “¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ustedes?”. Es por esta razón que debemos respetar nuestro cuerpo y nuestra alma. Está en nosotros para obrar porque es “dador de vida” y es el amor. Esta aceptación está condicionada a nuestra aceptación y libre colaboración. Si nos entregamos a su acción amorosa y santificadora, hará maravillas en nosotros.
El Espíritu Santo ora en nosotros: Necesitamos de un gran silencio interior y de una profunda pobreza espiritual para pedir que ore en nosotros el Espíritu Santo. Dejar que Dios ore en nosotros siendo dóciles al Espíritu. Dios interviene para bien de los que le aman. El Espíritu Santo nos lleva a la verdad plena, nos fortalece para que podamos ser testigos del Señor, nos muestra la maravillosa riqueza del mensaje cristiano, nos llena de amor, de paz, de gozo, de fe y de creciente esperanza (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 737 – 738)
La Iglesia en estos tiempos difíciles sigue proclamando la verdad con el entusiasmo primero, porque lo que impulsó a los apóstoles es la misma realidad que nos impulsa a nosotros, El Espíritu de Dios la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, amor que existe entre el Padre y el Hijo, quien llena nuestras almas en el Bautismo y después, de manera perfecta, en la Confirmación. Con el amor divino de Dios dentro de nosotros, somos capaces de amar a Dios y al prójimo. Vivamos con fe una nueva efusión del Espíritu en este Pentecostés.
El Papa Benedicto XVI en el 2008 les recordaba a los jóvenes esa obra maravillosa de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad “El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).” (Benedicto XVI Mensaje para la JMJ 2008 n. 3). Lo sencillo lo transformó en extraordinario, por su efusión y la Iglesia comenzó a ejecutar su misión ese mismo día.
La fiesta de Pentecostés tiene su origen en una fiesta de los judíos que fue evolucionando. Los judíos la celebraban una fiesta para dar gracias por las cosechas, 50 días después de la pascua. La palabra viene del griego que significa "el quincuagésimo día". Luego, el sentido de la celebración cambió por el dar gracias por la Ley entregada a Moisés.En esta fiesta recordaban el día en que Moisés subió al Monte Sinaí y recibió las tablas de la Ley y le enseñó al pueblo de Israel lo que Dios quería de ellos. Celebraban así, la alianza del Antiguo Testamento que el pueblo estableció con Dios: ellos se comprometieron a vivir según sus mandamientos y Dios se comprometió a estar con ellos siempre.Esta fiesta judía es donde surge nuestra fiesta cristiana de Pentecostés.
La Misión de la Iglesia, en su ser, eficacia y fuerza dependen directamente del Espíritu, por ello en el credo que recitamos todos los domingos al profesar la fe en el Espíritu Santo lo hacemos en la Iglesia por ser inseparables. El Papa Benedicto lo expresa muy bien en el discurso a los jóvenes ya citado, “Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangeliinuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). (Ibid, n.4). Sin el Espíritu los esfuerzos de la Iglesia serían totalmente estériles.
El Espíritu Santo es santificador: Para que el Espíritu Santo logre cumplir con su función, necesitamos entregarnos totalmente a Él y dejarnos conducir dócilmente por sus inspiraciones para que pueda perfeccionarnos y crecer todos los días en la santidad. El Espíritu Santo mora en nosotros: En San Juan 14, 16, encontramos la siguiente frase: “Yo rogaré al Padre y les dará otro abogado que estará con ustedes para siempre”. También, en I Corintios 3. 16 dice: “¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ustedes?”. Es por esta razón que debemos respetar nuestro cuerpo y nuestra alma. Está en nosotros para obrar porque es “dador de vida” y es el amor. Esta aceptación está condicionada a nuestra aceptación y libre colaboración. Si nos entregamos a su acción amorosa y santificadora, hará maravillas en nosotros.
El Espíritu Santo ora en nosotros: Necesitamos de un gran silencio interior y de una profunda pobreza espiritual para pedir que ore en nosotros el Espíritu Santo. Dejar que Dios ore en nosotros siendo dóciles al Espíritu. Dios interviene para bien de los que le aman. El Espíritu Santo nos lleva a la verdad plena, nos fortalece para que podamos ser testigos del Señor, nos muestra la maravillosa riqueza del mensaje cristiano, nos llena de amor, de paz, de gozo, de fe y de creciente esperanza (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 737 – 738)
La Iglesia en estos tiempos difíciles sigue proclamando la verdad con el entusiasmo primero, porque lo que impulsó a los apóstoles es la misma realidad que nos impulsa a nosotros, El Espíritu de Dios la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, amor que existe entre el Padre y el Hijo, quien llena nuestras almas en el Bautismo y después, de manera perfecta, en la Confirmación. Con el amor divino de Dios dentro de nosotros, somos capaces de amar a Dios y al prójimo. Vivamos con fe una nueva efusión del Espíritu en este Pentecostés.
P. Apolinar Torres O.
No hay comentarios:
Publicar un comentario