Homilía de la Misa de apertura del Año de la Fe Plaza Expiatorio







HOMILÍA EN LA MISA DE APERTURA DEL AÑO DE LA FE
11 de octubre de 2012

Hermanos en el sacerdocio ministerial, señores diáconos, miembros de vida consagrada, fieles laicos; todos muy estimados en la fe de nuestro Bautismo.

Al cumplirse el día de hoy 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y, 20  años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, el Papa Benedicto XVI ha inaugurado en este día el Año de la fe, para toda la Iglesia y con proyección al mundo entero. La Arquidiócesis de León, en esta celebración eucarística, hace eco de este feliz y gozoso acontecimiento y agradece al Padre celestial este año de gracia y bendición.

Un Año de la fe, que comenzando en este día, se clausurará –después de haber producido abundantes y ricos frutos de salvación-- el 24 de noviembre del año 2013, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo.

“Año de la fe”: Palabras que para muchos resuenan agradablemente en sus oídos y les hacen vibrar el corazón; para otros, quizá, se conviertan simplemente en pregunta sobre su significado.

El Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión a nuestro Señor Jesucristo que con su muerte y resurrección nos manifiesta el amor que Dios nos tiene, ofreciéndonos siempre el perdón y la reconciliación. (cfr. Puerta de la fe 6).

El Año de la fe, será una buena ocasión para que todos los miembros de la Iglesia reflexionemos seriamente sobre lo que es la fe, cuáles son sus contenidos esenciales, comprenderlos y profundizarlos de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio de vida coherente, en las circunstancias de  nuestro mundo actual.(cfr. Porta fidei 4).

Se trata de la fe, que debe estar presente en toda persona, impregnando e iluminando la vida comunitaria en el ser y quehacer de todos los días. 

Al hablar de  la fe, no se trata de la fe humana, es decir, de la confianza que se deposita en las personas; se trata de la fe cristiana teologal, que recibimos el día de nuestro Bautismo juntamente con la esperanza y la caridad.

La virtud de la fe nos mantiene firmes en la espera de lo que todavía “no se ve”, con la mirada bien puesta en Jesucristo Camino, Verdad, y Vida, que es de ayer, de hoy y de siempre.

La fe es un regalo de Dios, pero toca al hombre conservarla, practicándola en la vida diaria. 

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado.

En cuanto adhesión personal a Dios, significa una forma de vivir la existencia, teniendo como características la verdad, la justicia, el amor y la paz; afecta a la persona en todo su conjunto, desde las actitudes y decisiones más radicales hasta las circunstancias del diario caminar por insignificantes que parezcan; abarca los pensamientos, los deseos, el modo de actuar: ya sea en la vida privada, como también en la política, económica, cultural y social.

Siempre hay la tentación de simplificar o de distorsionar el contenido y significado de la fe; o peor aún, la tentación de negar a Dios, atribuyéndose el ser humano la razón de las cosas y la conducción del universo  por medio de la ciencia y de la tecnología. No hay razón para dudar ¡Sólo desde la integridad de la fe se le puede dar plenitud y rumbo a la vida y a los  esfuerzos e inventos del hombre!

La Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo,  proclama que “el Justo vive de la fe”  (Ha 2,4; Rom 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38). De esta verdad nos habla precisamente la primera lectura que hemos escuchado (Gén 22, 1-19); nos enseña diciendo  que en la vida de fe no faltan las dudas, y que con frecuencia es sometida a pruebas, siendo éstas,  a veces,  bastante fuertes como la que sufrió Abraham.

Dios había concedido un hijo a Abraham, en circunstancias muy particulares, pues era anciano y su esposa, de por sí estéril, era también de avanzada edad. Y un  día de buenas a primeras Dios le dice: “Toma a tu hijo único, Isaac, a quien tanto amas…ofrécemelo en sacrificio”.

Dios pone a prueba a Abraham. La intención de Dios no es sacrificar al hijo, sino poner en evidencia la fidelidad del patriarca, pues estaba destinado a ser padre  de pueblos numerosos y testigo y modelo de la fe verdadera hasta el final de los tiempos.

Abraham creyó en Dios (Gn.15, 6), puso en Dios su confianza, y Dios no lo defraudó.

También ahora nuestra fe, en ocasiones, se somete a pruebas fuertes como la de  Abraham; pongo como ejemplos: cuando se trata de estar a favor de la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, cuando se trata de vivir, según el plan de Dios, todo lo tocante al matrimonio y la familia, cuando  se trata de entender la autoridad como servicio, cuando se trata de valorar a la persona por lo que es  y no por los bienes materiales que  posee.

Es más, el Papa Benedicto XVI, en la Carta Apostólica La puerta de la fe,  nos recuerda que, la vivencia radical del Evangelio, puede conducir hasta el testimonio supremo de la sangre; nos dice: “Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón a sus perseguidores”. (Porta fidei 13).

Por esto hemos querido que nos acompañen en esta santa Misa las reliquias de nuestros mártires mexicanos, entre ellos los que sentimos más de  nuestra diócesis: los “Mártires de San Joaquín”.

El Año de la fe es también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad (cfr. Puerta de la fe 14). La caridad es la virtud que viene a ser como la corona de la fe, y signo pleno de su credibilidad.

De esto nos habla la segunda lectura (Stgo 2, 14-18): Ante el juicio de Dios, que con amor de Padre nos acompaña siempre, y nos valora para la salvación definitiva, de nada sirve la fe sin las obras.

 La fe tomada como una simple creencia no es fe verdadera. Las palabras aunque sean bien intencionadas y expresen compasión o buenos deseos, de nada sirven mientras no se conviertan en hechos concretos que den respuestas a las necesidades; esto, siempre, claro está,  de acuerdo a la posibilidad de cada uno. Cabe la advertencia: las buenas obras no se convierten en signos de salvación eterna cuando son realizadas solamente con fines egoístas o con el simple afán de atraer los reflectores  y ser prioridad en los medios de comunicación.

¿Cuándo y dónde debemos vivir la fe? La fe tiene como ámbito para vivirse, todos los lugares, tiempos y circunstancias de la vida, como son: el ambiente apacible de los claustros y los templos, la tranquilidad del hogar, las aulas luminosas de la ciencia y del saber, los lugares de trabajo y de diversión.   

Pero también se requiere su presencia en situaciones más difíciles, tales como: la pobreza extrema, el desempleo, las enfermedades, sobre todo en su fase terminal; la violencia, principalmente cuando llega al clímax  de lo inhumano y lo perverso, con el total desconocimiento o negación de la dignidad de la persona y el sentido de la vida humana.

Ante la realidad de la sociedad en general, con sus cumbres sublimes de amor y de convivencia, y con sus hondonadas de maldad en sus múltiples y variadas expresiones, viene a adoctrinarnos el texto evangélico que acabamos de escuchar. (Mc 4, 35-41).

En el lago de Tiberíades se levanta  implacable la tempestad; el agua entra y anega la barca; los discípulos no se quedan cruzados de brazos, ni emiten sólo lamentos quejumbrosos; más bien, ponen todo lo que está de su parte: su esfuerzo, su pericia y experiencia, como hombres de mar y probados pescadores; llenos de miedo se extrañan que Jesús, su Maestro, duerma tranquilamente sin hacer nada. Se dirigen a él en tono de reproche: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Jesús se despierta, se levanta y dice  al mar: “¡Cállate, enmudece!”. Y sobrevino una gran calma.

La enseñanza es evidente, la fe nos pide que en este mundo en que vivimos,  todos nos hagamos responsables, para hacer de él un ambiente de progreso, de verdad, de justicia, de amor  y de paz, con la confianza absoluta de que por más que se embravezca la maldad, por más que la fuerza del maligno se manifieste, por encima de todo está la presencia de Dios que nos ama.  Contamos con la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, en la Sagrada Escritura, en la oración; él nos dice: “Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).  

Si nos ponemos al servicio de la verdad, de la justicia y del amor, Jesucristo seguirá calmando las tempestades; con su autoridad seguirá haciendo callar y enmudecer todo lo que se levante contra Dios y contra el hombre.  

Ante las pruebas de la vida, a veces parece como si Dios callara. El Papa Benedicto XVI, en el documento ya citado, Puerta de la fe, lo explica de la siguiente manera: “Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cfr. Col 1,24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe… Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte”. (No. 15).

Es muy importante también, tener en cuenta que vivir de la fe no significa, en modo alguno, una disminución del ser de la persona, no implica una manipulación de Dios a su creatura el hombre; no se trata de que el hombre se prive de gozar razonablemente de las cosas de esta tierra. Vivir de la fe es llevar nuestra vida y nuestra personalidad a su máxima realización; es abandonarse en Dios que es Amor, y que es nuestro fin último, para toda la eternidad.

Para terminar, los invito a que siempre, y sobre todo, cuando más arrecie la dureza de la vida, digamos: ¡Señor, aumenta nuestra fe!

Que María Santísima, el modelo más acabado de la fe (Lc. 1, 45), nos acompañe,  y por su intercesión, siempre podamos decir: ¡Hágase, Señor tu voluntad!


Que así sea.

+ Juan Frausto Pallares
Obispo Auxiliar de León

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