La vigilia de hoy nos prepara para vivir intensamente el
misterio que esta noche la liturgia nos invitará a contemplar con los ojos de
la fe. Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante
tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad
con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera
de su ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él renovase todo.
Podemos imaginar con cuánta preparación interior, con cuánto amor, esperó María
aquella hora. Dios reside en lo alto, pero se inclina hacia abajo... Dios no es
soledad eterna, sino un círculo de amor en el recíproco entregarse y volverse a
entregar.
Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo. En Jesucristo, el Hijo de Dios,
Dios mismo, Dios de Dios, se hizo hombre. El eterno hoy de Dios ha descendido
en el hoy efímero del mundo, arrastrando nuestro hoy pasajero al hoy perenne de
Dios. Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso que
puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para que
podamos amarlo.
Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y
descender a un establo para que podamos encontrarlo. Dios es inmensamente
grande e inconmensurablemente por encima de nosotros. Esta es la primera experiencia
del hombre. La distancia parece infinita. El Creador del universo, el que guía
todo, está muy lejos de nosotros: así parece inicialmente. Pero luego viene la
experiencia sorprendente: Aquél que no tiene igual, que «se eleva en su trono»,
mira hacia abajo, se inclina hacia abajo. Él nos ve y me ve. Este mirar hacia
abajo es más que una mirada desde lo alto. El mirar de Dios es un obrar. El
hecho que Él me ve, me mira, me transforma a mí y al mundo que me rodea. Con su
mirar hacia abajo, Él me levanta, me toma benévolamente de la mano y me ayuda a
subir, precisamente yo, de abajo hacia arriba. «Dios se inclina».
Esta es una
palabra profética. En la noche de Belén, esta palabra ha adquirido un sentido
completamente nuevo. El inclinarse de Dios ha asumido un realismo inaudito y
antes inimaginable. Él se inclina: viene abajo, precisamente Él, como un niño,
incluso hasta la miseria del establo, símbolo toda necesidad y estado de
abandono de los hombres. Dios baja realmente. Cuánto desearíamos, nosotros los
hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su
grandeza. Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da
esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad. El hombre puede ser
imagen de Dios, porque Jesús es Dios y Hombre, la verdadera imagen de Dios y el
Hombre.
Frases de Benedicto XVI
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